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Atlas del submundo

La historia geológica de la Tierra de hasta hace 250 millones de años se puede recuperar a partir de la información contenida en el manto terrestre.

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La historia de la vida terrestre está ligada a la de la geología de nuestro planeta. Tanto es así que la existencia de la propia vida depende de la tectónica.

Pero esa tectónica que mantiene nuestro planeta en condiciones de habitabilidad no nos ayuda a saber sobre el pasado. La tectónica va renovando las rocas de la corteza, lo que implica la destrucción de las antiguas. De este modo, los posibles fósiles de la vida pretérita que haya en esas viejas rocas también serán destruidos y la información que portaban eliminada para siempre.

La tectónica ha cambia la faz de nuestro mundo hasta que su imagen es irreconocible. Todos sabemos de Pangea, el continente único que se formó hace unos 300 millones de años y que se empezó a fragmentar hace unos 175 millones de años. Pero casi nadie ha oído hablar de Pannotia, Rodinia, Columbia, Kenorland, Ur o Vaalbara, que fueron otros supercontinentes que se formaron anteriormente en un gigantesco ciclo geológico de formación y destrucción de continentes. Lo que los geólogos saben de esos otros supercontinentes es muy poco y casi nada o nada sobre el hipotético Vaalbara de hace 3600 millones de años. ¿Dónde se va toda esa información?

Las placas tectónicas tienen lugares en donde colisionan empujadas por la nueva corteza creada en las dorsales oceánicas. Ese choque gigantesco, como el que sucede en la costa oeste de Sudamérica, por ejemplo, sólo puede saldarse con la subducción, es decir con la inmersión de una placa en el manto en donde es destruida. Es lo que le ocurre a la placa pacífica en esa costa, que subduce debajo de Sudamérica, subcontinente que tampoco queda indemne de tal choque, pues, debido a este mecanismo, se levantan los Andes.

La desaparición de esta corteza hace difícil la reconstrucción de océanos antiguos y de otros accidentes geológicos que existieron hace cientos de millones de años. “Cada día estamos perdiendo información geológica de la faz de la Tierra. Es como perder piezas de una figura de vidrio rota que tratamos de reconstruir”, dice Jonny Wu (University of Houston, Texas). Pero, ¿qué le pasa a esa corteza que subduce? ¿Podríamos saber algo acerca de ella?

En tiempos recientes se ha avanzado en técnicas de toma de datos y análisis computacionales que permiten saber sobre ese pasado a partir de la corteza que subduce en el manto. Cada vez que se produce un terremoto se generan ondas de varios tipos que se propagan a lo largo de todo el planeta. Si se colocan sismógrafos en muchas localizaciones alrededor del mundo que las registren, entonces se puede reconstruir lo que hay debajo de nosotros de una manera similar a como hace se hace con los rayos X en la tomografía computacional.

Obviamente, esta reconstrucción no es fácil, pues los terremotos no se dan en donde a los geólogos les gustaría, ni tampoco hay sismógrafos en todas partes, así que puede haber lugares interesantes en el interior terrestre sobre los que se tenga pocos datos. Pero, si se espera lo suficiente, la información se va acumulando.

Los datos sísmicos no revelan directamente el interior terrestre, sino que se debe usar un modelo que los interprete. En el mundo académico hay unos 20 de estos modelos. Grace Shephard (Universidad de Oslo) ha comparado recientemente 14 de estos modelos para así evaluar qué rasgos de las cortezas subducidas son reales. Sólo ha encontrado pegas en alguna de ellas.

Lo fantástico es que al final se pueden levantar imágenes del interior de la Tierra que revelan la caída “libre” de esta corteza subducida en el manto hasta los 2900 km de profundidad, en donde, en casi contacto con el núcleo, como tales placas, alcanzan el cementerio definitivo.

El próximo mes, en el congreso que organiza la American Geophysical Union en San Francisco, un equipo de geólogos holandeses dirigidos por Douwe van Hinsbergen anunciará un catálogo de 100 placas subducidas, con información sobre su tamaño, edad y su relación con el registro de las rocas de la superficie. Este “Atlas del Submundo”, tal y como lo han llamado, contiene información sobre geografías pasadas que permite que se pueda rebobinar la película de la historia geológica de tal modo que se logre saber el tamaño y localización de antiguos océanos, lo que permite visualizar mundos antiguos ya desaparecidos.

Así, por ejemplo, en un estudio publicado el mes pasado por Wu y Suppe se reconstruía el viaje de 28 de estas placas para así recrear cómo era el mar de Filipinas hace 50 millones de años.

Estas placas en inmersión disparan procesos de fusión que libera plumas de magma que dan lugar a vulcanismo una vez alcanzan la corteza superficial, lo que también proporciona información acerca de antiguas montañas que ya fueron erosionadas.

De este modo, Karin Sigloch (University of Oxford) ha podido mostrar las antiguas cadenas montañosas del oeste de América del Norte desde hace 200 millones de años hasta hace 50 millones de años, cuando pequeñas placas subducieron en el interior del continente, creando archipiélagos volcánicos en el proceso.

Una de las cosas más interesantes y reveladoras ha sido descubrir que estas deformadas placas subducidas se despliegan en su caía y no se trocean como se creía, conservando así muchas de su información original, lo que hace más fácil esta reconstrucción del pasado.

Van Hinsbergen estima que se podrá reconstruir el pasado geológico hasta retrotraernos hasta a hace 250 millones años, lo que incluirá el número de zonas de subducción y la actividad volcánica relacionada con ello, permitiendo estimar la emisión de dióxido de carbono asociada y contrastarla con otros registros.

250 millones de años es el tiempo que tardan estas placas subducidas en alcanzar el fondo del manto en donde son completamente recicladas. Allí, en contacto con el núcleo, son completamente destruidas y la información que portaban irrecuperables por siempre y para siempre.

Al final esta maravillosa “máquina del tiempo” tiene también sus límites.

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Fuentes y referencias:
Artículo en Science. [2]
Imagen: Fabio Crameri.