A partir de una flor o ciencia, estética, ética, educación y metafísica
domingo 7 enero 2007 - Tipo: Editorial
Hace un tiempo vi un vídeo filmado en los años ochenta consistente en una entrevista que hicieron a Richard Feyman en su casa. Para los que no conozcan el trabajo de este científico les diré que recibió el premio Nobel de física por sus contribuciones a la electrodinámica cuántica. De él son los famosos diagramas de de Feyman, que dan cuenta de las interacciones entre partículas elementales. También son suyas otras herramientas matemáticas como la integral de caminos que se usa en física cuántica teórica. De joven trabajó en el proyecto Manhattan y contribuyó con sus ideas a acelerar los cálculos necesarios para la consecución de la primera bomba atómica.
Feyman murió de cáncer en los ochenta, un poco después de haber formado parte del comité que investigó el accidente del Challenger. Oírle hablar desde más allá de su tumba tenía una magia y un valor especiales. No todos los días se conoce a un sabio, sea premio Nobel o no, y aunque fuese «enlatado» merecía la pena oírle.
En la entrevista se plantearon varios temas. Dos temas me llamaron la atención, y utilizaré esta entrevista como excusa para exponerlos.
El primer tema era sobre el significado de la ciencia, y más en concreto sobre cómo es la visión que tiene un científico sobre el mundo que le rodea. El otro tema era cómo enseñar esa ciencia a los demás o simplemente cómo enseñar.
No voy copiar sus palabras ni a hacer míos los pensamientos que son suyos, pero me identifiqué con lo que decía.
A los científicos se nos reprocha tener una visión materialista, fea y mecanicista del mundo que nos rodea y que nos impide apreciar su belleza. Nada más lejos de la verdad. Se nos dice, al igual que el ejemplo que usaba Feyman en la entrevista, que no sabemos apreciar la belleza de una flor. Por supuesto que apreciamos la belleza de una flor, en el mismo sentido y de la misma manera que todas las demás personas cuando la reciben como regalo o la usan como metáfora en una poesía. Al igual que valoramos las artes, la literatura o el cine. Así por ejemplo apreciamos ese tono de soledad y melancolía de los cuadros de Edward Hopper, o la regular complejidad, casi matemática, de las composiciones de Bach. Con un poco de esfuerzo podemos llegar a entender incluso que haya personas que aprecien belleza en una jugada de rugby o de ajedrez. Sin embargo, es muy difícil hacer ver a las personas de la calle la belleza científica de las cosas si no poseen una mínima base de cultura científica.
Para un científico la belleza de algo también reside en su propia naturaleza. La flor no sólo es un objeto bonito a partir del cual se pueda extraer alguna analogía. Para un científico la flor es el resultado de millones de años de evolución del reino vegetal. Hubo un tiempo que no había flores sobre la Tierra y, a lo más, el mundo estaba poblado sólo por helechos, calamites o lepidodendros. No había mariposas, pues no había flores que libar. Las flores coevolucionan junto con los insectos o animales que las polinizan, y adquieren su color, forma y contenido en néctar en función de los gustos, preferencias o limitaciones del animal en cuestión. Cuando a Darwin se le presentó una flor muy alargada predijo la anatomía del animal que la polinizaría, y más tarde, en una bonita confirmación de la predicción, se encontró el animal en cuestión. A veces una flor puede parecer aburrida, pero vista con luz ultravioleta adquiere una trama especial, una suerte de patrón complejo que indica a los insectos dónde se encuentra el néctar para que así la polinicen. Algunos insectos ven el ultravioleta, un color que nosotros no podemos imaginar. Una simple flor da para mucho más si se ve con los ojos de la ciencia.
La gran pregunta es cómo podemos enseñar, cómo podemos transmitir estos conocimientos para que los demás se puedan también maravillar. Feyman confesaba en esa entrevista que no sabía cuál era el mejor método de enseñanza. Y lo decía él, que era uno de los mejores profesores que ha habido en el sistema universitario norteamericano.
Este tema es algo que a los que nos dedicamos de algún modo a la enseñanza siempre nos llena de desasosiego. Quizás, como decía Feyman, no haya un método universalmente bueno para todo el mundo, sino que para cada uno hay un método que es el mejor.
Sin embargo creo que sin interés, sin pasión por el tema tratado por parte de aquel que instruye es muy difícil que el que reciba la información aprenda bien, o por lo menos que su aprendizaje no se convierta en algo monótono. Por tanto, lo que deberíamos hacer es intentar transmitir esa pasión y contagiarla. Se enseña mejor si gusta lo que se intenta enseñar. Se aprende mejor si gusta lo que se intenta aprender. Al final con un poco de suerte puede que el que reciba también experimente el placer, casi orgásmico, que se siente al entender y comprender algo interesante del mundo natural. Hay pocas cosas comparables con el placer de entender las cosas, de hallar algo nuevo o de descubrir una ley natural. Pero, como en todo, la predisposición puede que sea esencial.
Un científico mira a su alrededor y ve la realidad con otros ojos. Podemos, por ejemplo, mirar al azul del cielo ver el scattering Rayleigh y explicar así su color azul. Resulta paradójico que la tecnología nos permita ahora alcanzar un nivel inaudito de comunicación nunca visto desde los tiempos de Gutemberg y que, sin embargo, parezca que no lo sabemos aprovechar, que si hay algo interesante está bajo una inmensa montaña de basura. Ahora que todos tenemos a nuestro alcance la posibilidad de leer y publicar en Internet debemos de contribuir con nuestro granito de arena a compensar tan nefasta tendencia.
Durante los últimos siglos hemos llegado a poseer un conocimiento de la naturaleza por el cual los sabios de la antigüedad habrían dado dos tercios de sus cortas vidas. Conocimientos que han costado mucho conseguir. Conocimientos que nos han hecho replantearnos nuestro lugar en la existencia. ¿Qué podríamos resaltar de todo lo logrado? Puede que sólo unas pocas cosas fueran suficientes. Quizás con sólo mencionar ciertos logros podríamos hacer que éstos germinaran como semillas y que, plantadas en la tierra fértil de una mente inquieta, dieran más tarde el fruto de la necesidad de saber más.
¿Por dónde podemos empezar nuestro viaje? Como dice Feyman el lenguaje de la ciencia son las matemáticas, si queremos tener un conocimiento preciso de un resultado científico no tenemos más remedio que aprender ese lenguaje. Quizás las matemáticas sean una buena forma de empezar. Éstas nos han legado ideas totalmente fascinantes, como la posibilidad de concebir otras geometrías distintas a la plana. Geometrías en las que se basa la idea moderna de gravedad de la Relatividad General. También nos ha legado infinitos números transfinitos, que nos enseña que hay infinitos más grandes que otros. Se han definido incluso los límites de la propia matemática y sabemos que habrá enunciados que siempre serán indecidibles. Se han descubierto espacios abstractos, poblados de objetos extraños y en donde, por ejemplo, se pueden medir distancias entre funciones. Espacios que se utilizan en mecánica cuántica.
Cuando profundizamos en el nivel de lo muy pequeño la naturaleza cuántica de la realidad se nos antoja muy extraña. Las partículas dejan de ser puntos y en su lugar se dan sus funciones de onda. No se puede saber la posición y velocidad de estas partículas con precisión arbitraria y parece que la naturaleza juega a los dados. Incluso la idea de medida se trastoca y el colapso de dicha función es aún hoy día un misterio. Y sin embargo la mecánica cuántica nos proporciona las medidas más exactas que tenemos a día de hoy de la naturaleza.
La física es probablemente la ciencia que utiliza más las matemáticas y el método científico. Pero algunas veces las personas que trabajan en ella se dejan seducir por la belleza de la teoría cuando no hay experimentos que les guíen. Hay sentimientos en la ciencia, al igual que imaginación y creatividad.
Hace ya un siglo que la física teórica nos demostró que el espacio y el tiempo son relativos y que los relojes marcan el tiempo de distinta manera en unos sistemas de referencia que en otros.
Ahora nos acercamos cada día más a entender cómo es la propia estructura del espacio-tiempo, y de cómo es posible que tanto el tiempo como el espacio estén confeccionados por cuantos indivisibles increíblemente pequeños. Serían los «átomos» de tiempo o «átomos» de espacio.
En cuanto a los átomos normales somos capaces de verlos y de manipularlos uno a uno. Átomos que durante siglos sólo fuimos capaces de imaginar o inferir a través de sus propiedades químicas ahora pueden ser palpados.
Conocemos muy bien las propiedades de la materia que, hecha de átomos, nos permite crear dispositivos nanométricos que un día controlarán la electrónica del futuro, al igual que ya lo hacen en el presente. Átomos que pueden ser de un elemento u otro. Pero, ¿de donde provienen los elementos?
La ciencia nos dice que somos cenizas de estrellas, que la nucleosíntesis permite crear los elementos más pesados que el hidrógeno y el helio en el interior de las estrellas, y que cuando las más masivas explotan crean los elementos más pesados que el hierro, como el oro de esa alianza que lleva en el dedo. Estas estrellas supernovas nos cuentan además parte de la historia del universo. Sólo la moderna cosmología nos ha permitido acercarnos a entender el origen y la evolución del Universo.
Y en nuestro vecindario las sondas espaciales estudian los confines de nuestro sistema solar y nos revelan mundos sorprendentes que nunca llegamos a imaginar, mundos extremos muy distintos al nuestro.
Los telescopios espaciales, a través de sus magníficas imágenes, muestran remotas galaxias que nos ilumina el camino para entender del Universo. Son lejanas galaxias a las que nunca viajaremos. Las vemos como eran hace miles de millones de años y de ellas nos separan océanos de eternidad.
Pero no son las únicas cosas que podemos saber del pasado. Aquí en la Tierra los fósiles nos hablan de la historia de la vida, la historia de nuestro más inmediato o remoto pasado como especie biológica.
Podemos estudiar cómo las especies aparecen, evolucionan y se extinguen en este planeta donde los continentes se mueven imperceptiblemente, pero constante e inexorablemente. Podemos leer la historia de la vida a través de los fósiles que han dejado incluso los seres ya extintos.
Ahora hemos empezado, gracias a la genética, a poner en contexto y en relación a todos los seres vivos, incluyéndonos a nosotros mismos. Sabemos que los mismos genes que surgieron en la explosión del Cámbrico controlan los planes maestros de formación corporal de la mosca, del gusano o del ser humano y que gran parte de nuestro genoma los compartimos con muchas otras especies animales. No estamos hechos de una sustancia especial.
Pero a la vez ahora somos conscientes de las delicadas relaciones entre las especies y de cómo ese equilibrio puede verse destruido por la desidia humana si no hacemos nada para impedirlo. Y es que a veces en nuestros deseos y egoísmos puede estar la semilla de nuestra propia destrucción. Deseos y egoísmos que anidan en la máquina más compleja que conocemos: el cerebro humano.
Hemos empezado a adentramos en los secretos de la mente recientemente. Podemos incluso estudiar cómo surgen las reglas morales o el sentido de la justicia y llegar a la conclusión de que ya están preinstalados en nuestros cerebros al nacer, al igual que las bases de la gramática, y que fueron seleccionadas por la evolución para poder sobrevivir como especie. Sabemos que nuestra mente está formada por un mosaico de facultades y propiedades que a nosotros se nos antoja una unidad y que constantemente predice cómo es nuestro entorno, cómo a toda costa queremos dotar al mundo que nos rodea de un sentido o significado. Nos acercamos cada día más a la esencia de la condición humana, al alma humana.
El Universo ha evolucionado hasta crear unos cerebros que le permiten pensar sobre sí mismo. Es una idea fascinante. Somos el Universo tomando conciencia de sí mismo. Tal vez no podremos contestar a todas las preguntas que nos planteemos, tal vez no sea incluso lícito desde el punto de vista Gödeliano hacerlo, pero debemos de contestar todas las que podamos, porque no tenemos elección, porque somos animales curiosos y sobre todo porque podemos hacerlo y no podemos evitarlo. Es nuestra naturaleza.
En este viaje increíble en el que estamos embarcados tenemos la posibilidad de explicar el mundo y nuestra naturaleza de una manera que ningún otro sistema de conocimiento ha hecho jamás, y sólo a través de hechos objetivos. Este es un viaje asintótico hacía ese máximo conocimiento que nunca alcanzaremos pero que anhelamos.
Nuestra capacidad de elaborar preguntas es muy superior a nuestra habilidad para responderlas. Debemos de ser concientes de que algunas preguntas se quedarán por siempre sin respuesta, pero que tampoco pasa nada si así es. No hay que desalentarse. Hay que ser concientes de nuestros límites, y que por mucho que soñemos con ser semidioses debemos de admitir humildemente que nunca viajaremos a una remota galaxia o que nunca resolveremos todos los designios del alma humana o todos sus interrogantes.
Pero lo que no debemos de permitir es que el desánimo en esta aventura nos lleve a tomar el camino fácil de la fe ciega, y que a cambio de una ligera semisatisfacción ideológica y ridícula paguemos el precio de caer de nuevo o de permanecer por siempre en la barbarie. Nos apoyamos sobre siglos de esfuerzo intelectual que no podemos tirar por al borda. Nos ha costado mucho salir de la caverna. No echemos la vista atrás.
A veces despreciada por los políticos, a no ser que haya aplicaciones prácticas inmediatas, la ciencia tiene que ser mantenida por unas pocas luminarias que, autocondenándose a que nunca van a salir de pobres, se sacrifican para conseguir unas respuestas. Nos dan a los demás la riqueza más grande que podamos obtener; porque, ¿hay algo más importante que saber de donde venimos, qué somos o adónde vamos y además saberlo bien?
Es inmoral no proporcionar la oportunidad de una cultura científica a las personas. Nuestros sistemas educativos deberían de cuidar muy bien ese aspecto y no lo hacen. Las personas pueden luego tomarlo o rechazarlo, pero es importante que tengan la posibilidad, el derecho, de poder elegir. Quizás de ello dependa que sean seres libres en el futuro.
Recientemente asistí a una conferencia de divulgación astronómica sobre cosmología en la cual, en el turno de preguntas, un señor ya maduro se atrevió a formular unos interrogantes que le inquietaban. Tenía dificultad para expresarse y un vocabulario escaso, pero tenía muchas ganas de saber. Probablemente no le dieron oportunidades de joven, pero con su lenguaje pobre, y sobreponiéndose al supuesto ridículo (no hay vergüenza en la ignorancia si se desea saber), elaboró una pregunta inteligente al conferenciante. Este individuo recibió una cultura intelectual pobre, científicamente casi nula, pero seguro que le adoctrinaron en alguna religión, y en ese adoctrinamiento probablemente se consumieron ingentes cantidades de recursos humanos y materiales. ¿Se puede imaginar algo más triste y penoso desde el punto de vista cultural?
¿Qué conocimientos debemos transmitir? ¿Qué es lo importante? ¿Es ético no enseñar ciertas cosas a costa de otras? Esto puede dar lugar a un intenso debate político.
¿Son equiparables los conocimientos basados en la fe religiosa y los conocimientos basados en el método científico? Esta es una larga discusión filosófica (fe y razón) que se ha prolongado durante siglos, que ha dejado víctimas (generalmente de uno de los lados), y cuyos últimos coletazos todavía nos afectan. Por desgracia siempre hay personas dispuestas a avivar las ascuas de la hoguera.
Naturalmente no podemos vivir sólo de la razón, y aunque sepamos que los sueños de la razón no producen monstruos, tenemos también necesidad de literatura, de cine, de música y de muchas otras cosas.
Tampoco la razón por sí sola es infalible, pues aunque un argumento sea lógicamente correcto puede ser falso si las premisas de las cuales se parten están equivocadas. La ventaja del método científico es que filtra la razón con experimentos. Cualquier teoría debe de ser comprobada con los experimentos que objetivamente nos dirán si vamos por el buen camino o no. Y desde luego la ciencia no es omnipotente, ni pretende contestar a todas las preguntas. Pero siempre merece la pena difundir bien el conocimiento científico entre la población para que al menos puedan elegir.
Toda religión (sobre todo los monoteísmos), con tal de conseguir más adeptos, trata entre otras cosas de convertir a la mayor cantidad posible de masa planetaria en carne humana, masa que pretende que finalmente sea afín a ellos. La consecuencia es que así hacen a esos seres humanos igualmente miserables y los condenan a luchar por los recursos contra otros seres humanos. Todo ello sin darles dignidad, ni conocimientos, porque los hombres libres son peligrosos, porque piensan por sí mismos. Esto conduce al conjunto del mundo a la superpoblación, a las guerras y a la destrucción del medio ambiente, y finalmente produce individuos con vidas miserables susceptibles de ser fanatizados. Todo ello independientemente de las supuestas buenas palabras escritas en el libro revelado de turno, y puestas en boca del buen profeta de turno.
Los vampiros que se alimentan del miedo de los demás, de las ansiedades y de las necesidades humanas, nos ofrecen una paz espiritual a costa de pagar un alto precio. Sustituyen nuestro miedo a la muerte por el miedo a un dios todopoderoso y por el miedo al infierno. Y sustituyen el valor del conocimiento natural a través del método científico por una ridícula mitología (de las que hay muchas).
Pero estamos más empeñados en adoctrinar política y religiosamente a nuestros pequeños que en cualquier otra cosa. En nuestros sistemas educativos se permite manipular las mentes de los pequeños para introducir en ellas pensamientos virales cavernarios, oscurantista y potencialmente destructivos.
De este modo podrán adoptar a la fuerza cualquier ideología nacionalista hacia un terruño de importancia discutible, y de paso les imponemos una lengua, una religión y toda una serie de naderías vacías. O los fanatizamos hasta el extremo de que se inmolen junto a algunos de sus semejantes con un fajo de explosivos atado a la cintura o con un avión cargado de pasajeros. Y todo eso mientras la ciencia nos dice que nacemos virtualmente iguales, respiramos el mismo aire y navegamos en la misma nave espacial: una pálida esfera azul llamada Tierra, que además está en peligro.
Nunca podremos demostrar la inexistencia de Dios, al igual que tampoco podemos demostrar la inexistencia de los unicornios, los cíclopes, las esfinges y los demás seres mitológicos. El número de cosas que podemos imaginar es virtualmente infinito, si tuviéramos que dedicar esfuerzos a su desmentido no haríamos otra cosa. Dios es un asunto de creencia o fe. No importa tanto que se crea en él siempre y cuando esa creencia no interfiera negativamente en la formación de la persona y en el progreso de la sociedad. Pero no podemos, a estas alturas del siglo XXI, equiparar el conocimiento que proviene de nuestra interacción con el mundo real con el “conocimiento” procedente de la fe religiosa. Siglos de esta fe sólo dieron al mundo la oscura edad media, cuando todo progreso humano se detuvo. ¿Queremos algo similar?
Lo que nos hace personas es nuestro cerebro y nuestro entorno. Apreciamos la belleza de este mundo porque pertenecemos a este mundo. ¿De verdad cree que un software (nuestra mente) puede correr sin hardware (nuestro cerebro y cuerpo) y sin enchufarlo a la red (el resto del mundo)? ¿Con qué caricatura de nosotros mismos y de nuestro mundo nos conformaríamos? ¿Cambiaríamos este mundo por un mundo virtual como el salido de alguna novela de Philip K. Dick? ¿Es la contemplación de un dios en un supuesto paraíso celestial un proceso realmente distinto al inducido por la morfina? ¿Cambiaría este mundo donde vive ahora por un más allá inmaterial y metafísico? ¿Cambiaría una suave caricia sobre la piel del ser amado aquí y ahora por ese supuesto “paraíso”? ¿De verdad es mejor ese paraíso que el mundo donde vive ahora?
Algunas personas afirman que no puede haber sólo este mundo, que no puede haber solamente esto, que debe de haber un más allá. Probablemente no podremos refutar nunca ese más allá, pero sí afirmar que nuestro más acá es un lugar maravilloso que no debemos despreciar. Si hay algo malvado en este mundo es porque nosotros lo hemos introducido. Este Universo es un mundo extraordinario que funciona con leyes naturales precisas, un mundo precioso y fascinante, capaz de proporcionar los más altos placeres intelectuales, capaz de llenarnos de asombro, y que incluye esa flor tan bella que te acaban de regalar. Sólo tenemos que despertar y contemplarlo.
07-01-2007 » NeoFronteras
22 febrero 2007 @ 4:17 am
Señores:
Vuestro editorial es formidable. Quisiera tan sólo agregar un comentario:
«Más allá de la belleza de las formas externas, hay otra cosa: algo innombrable, inefable, algo profundo, interno, la esencia sagrada. Donde y cuando quiera que encontramos algo bello, percibimos el brillo de esta esencia interna, que sólo se nos revelará cuando estamos presentes.
¿Podría ocurrir que esta esencia innombrable y tu esencia fueran una única y misma cosa?
¿Estaría ahí si tú no estuvieras presente?
Profundiza en ello. Descúbrelo por tí mismo.» (Eckhart Tolle)
Cordiales saludos y agradecido por vuestro trabajo de NeoFronteras.
Alberto Collell Pañella